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Artistas y Temas Segovianos. Charla pronunciada el 3 de julio de 1930, en la Exposición de Artistas y Temas Segovianos organizada por la Universidad Popular en la antigua iglesia de San Quirce / [por Alfredo Marquerie]. Segovia. Universidad Popular Segoviana. Imprenta de Carlos Martín, 1930. [24] p., [2] h. de lám. fotos de Unturbe,: grab. ; 21 cm.

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Buenas noches, señores. Indudablemente, al escuchar la Inicial radiotelefónica con que he querido comenzar mi charla, alguno habrá pensado que esta es una estación sin antena. Cierto. Es esta una estación sin antena, pero que tiene el más sensible de los micrófonos: vuestra atención. Reforzada en la contemplación de estas obras, en el aparato de muchas lámparas de estos cuadros donde vosotros comprobaréis la longitud de onda de mi charla. Longitud os lo adelanto más que corta; extracorta. Vengo aquí en calidad de «speaker», de locutor, de algo así como una especie de catálogo parlante. Para hacer como se dice en técnica de cine el «doble» del catálogo de esta Exposición. En toda Exposición lo dice la palabra hay un peligro. Exponer es exponerse. Pero los profesores de la Universidad han salvado limpia y valerosamente el riesgo Lo prueba el acierto y la rapidez de organización. Lo prueba la asiduidad con que la Exposición ha sido y es visitada. Asiduidad que tan alto habla del amor que este noble pueblo siente por las cosas de Arte. Pero quedábamos en que yo jugaba a disfrazarme de catálogo hablado. Y no puede ser mi índice un orden alfabético de apellidos, sino una tabla o registro emocional de autores, de figuras, de paisajes.

Cuadros, esculturas, cacharros, azulejos, labores y forjas. Ciento cincuenta y tres obras en total. En ellas o la mano o el asunto son segovianos. Es, pues, un sano triunfo local el que corona este acto artístico: triunfo de temas y triunfo de autores. Los consagrados al ponerse una vez más en contacto con el público, han demostrado nuevamente la buena moneda de su labor, el timbre áureo de su firma. Los que comienzan han tenido ocasión de subir un peldaño intacto en la escalera de la fama. Para unos y otros la enhorabuena jubilosa que se merecen. Los Zufoaga Me ha sorprendido la tarde en San Quirce^ antes de abrirse al público la Exposición. Quietud, armonía, emoción de tiempo. Caía la blanda luz sestera por los altos y tamizados ventaiales. Estaba todo esto en penumbra, como tapizado de oscuro terciopelo. Murciélagos de sombra iban aquietando su vuelo en los rincones. Y yo me sentía en la amplitud de la nave silenciosa, no solo, sino muy acompañado. Acá, en el fondo, detrás, el más que real, realísimo lienzo de Ignacio Zuloaga. La pincelada enérgica, inconfundible del Maestro que con la pintura parece no que reproduce, sino que plasma, que moldea la sombra. Y, sobre este oscuro fondo, la figura: un aire humano, natural, la palpitación encendida del rostro, el detalle personal tan acusado. Es el mismo don José Rodao ascendiendo, con paso quedo y mirada observadora, por una calle pina de la ciudad. Diríase que, llena de vida, la figura se adelanta en la sombra del cuadro, avanza un poco, desprendida del relieve, y quiebra su silencio, y va a decirnos un verso suyo, fresco y popular. Uno de aquellos versos de su musa regocijada, de suave p –

cardía, incapaz del daño, de hombría de bien, de humor sano. Como él era, como nos le ha perpetuado el Maestro: poeta que se inspiró siempre en la copla castellana y al que debemos el bien de muchas dulces son – risas. Luego, en esta como hornacina del fondo, la cabeza de don Daniel, erguida, viril, enhiesta, rematado el perfil en la luenga barba, «animada en la frialdad de su escultura», presidiendo ofrenda y tributo este sitio de honor que la Exposición ha reservado a la labor magnifica, crecida de segovianismo, a la labor que se perpetúa en un apellido de artistas. Yo quiero evocar aquella voz tonante, potente, cortada, robusta, de don Daniel, tan poderosa que se la creyera capaz, a ella sola, de impulsar y levantar la obra que ha impulsado y levantado su esfuerzo: Esta cerámica, estos cuadros, estas estupendas acuarelas, donde se afirma, en sabio pincel, en brillo de azulejo cálido, el sol de Castilla, sus campos, sus piedras, sus figuras típicas y populares un cacho de raza, el temple de la más castiza solera.

Y ese taller altavoz de Segovia en el mundo de San Juan de los Caballeros, cuyos sillares encendidos de luz alto vigía en la muralla ha trasladado al lienzo la mano verísima de Emilio García Martínez, en el cuadro número 9 de esta Exposición. San Juan de los Caballeros! Ayer tumba de linajes, hoy fábrica, cuna, semillero de Artistas! Cuántos se acogieron tras sus muros en los comienzos de su obra! Cuántos bebieron allí el primer sorbo gustoso del Arte que, cuando es verdadero, da una sed como la del amor, una sed que no se apaga, ni se acaba, ni se sacia nunca. Arranz y su Acueducto Arranz, Fernando; hoy en tierra de América, está aquí, entre nosotros, por el milagro de esa cerámica en la que sentimos latir su pulso de juvenil modernidad. Son hasta doce azulejos resueltos con el valor de la línea nueva, que no se contenta con reproducir, sino que interpreta. Esto es: deforma un poquito las imágenes para destacar, para sacar a luz, para afilar más el alma de las cosas. Busca, indaga, la estilización más difícil: la del brillo, en la que a veces es el horno un colaborador espontáneo. El Acueducto de los azulejos de Arranz no es un tema decorativo, gélido y vulgar, no es una fácil curva de relieve en purpurina. Tratadas sus piedras, pulidas impregnadas, porosas, esponjosas de caliente luz solar es el Acueducto de los azulejos de Arranz, un Acueducto de oro macizo. Y al hablar de la obra de Arranz he descendido, sin

darme cuenta, estos dos escalones que me separan de vosotros. Era podéis creerlo un paso de peligro. Salvado ya, quizás el tropezón me lo dé, luego, contra algún radiador o contra algún caballete. Alex» y Manuel Bernardo En la genealogía artística de San Juan de los Caballeros están también Alejandro González «Alex» y Manuel Bernardo. Presenta Manuel Bernardo escultura. Ha sabido elegir el tema que le va a su temperamento (dos cabezas jóvenes) y darles luego esa pátina broncínea, la que corresponde a su estilo lleno de entereza. Modela con vigor. Particularmente ese airón tan personal de las cabelleras está resuelto con un trazo tan firme y valiente que yo me atrevo a decir que está como arado en el barro. Pintor también,.manolo Bernardo filma en ese cuadro que se titula «En la era>, un trozo de la labor del agro. Sinfonía de crudos amarillos. Cuadro de película en colores. Y todo velado como en «flu> cinematográfico. Su admirable maestría de dibujante hace que las figuras de bulto y movimiento estén dinámicamente sorprendidas. Haces y bieldos, yuntas. Y la estampa enjuta de los labriegos en el ajetreo pleno de la faena. Alejandro González «Alex>-~esun muchacho polifacético: Pintor, dibujante, cartelista. Y todo lo hace bien. Se acusa en su obra la técnica de un nuevo Romanticismo. Y, para demostrarlo, ahí están el cartel del

tamborilero, encajadísimo de escorzo y color, envuelto en las ondas de su propio redoble y la lámina que interpreta la Puerta de San Andrés mitad luz y sombra con unas siluetas, llenas de evocación, que nos recuerdan aquellos tipos relatados en la vida del Buscón: los que iban a la casa del verdugo, la que estaba junto al matadero y tenía detrás la cueva oscura, aromada en fragancia de barriles, de un bodegón. Picaresca de antaño, sal y sol de barrio popular!… Toda la ciudad está aquí, colgada en estas paredes. La Segovia poderosa de Historia, arrullada triunfalmente en estrépito repicador de batanes, y la de hoy emperezada de siglos. La Segovia de hoy que es más que una reliquia: es una brasa todavía viva y ardiente, es un ascua de oro, encendida aún. La Catedral Inflamada de luz en sus piedras, con tonos distintos a cada minuto. Más que una y trina, una y múltiple. Vamos a verla en las obras de esta Ex- WMJFm^M En lugar relevante los, J’^jflHB lienzos de Jesús Unturbe, domador de esos cachorros leonados de los crepúsculos, de esa hora en la que todo el paisaje parece como naufragar en colores. El vasto océano de los reflejos del poniente es marea que va creciendo y lame ya las raíces de la muralla. Y alza luego su nivel. Y, por fin, anega e inunda el navio arbolado de la ciudad hasta las grímpolas invisibles de los mástiles de sus más altos torreones.

Así, en los cuadros de Unturbe, la Catedral fulgente y árdida, toma una condición, cobra una calidad casi metálica, de hierro fundido, de hierro al rojo. Diríase que al tocarla iba a vibrar como una campana, con badajo de fuego, en lengua de luces. En cambio, en los estupendos dibujos de Francisco de Cáceres, la Catedral, plana y esquemática, lisa y suave, se hace niña. Solicita las páginas ilusionadas del libro de cuentos para desplegarse ante los ojos abiertos en puro asombro de maravilla, ante los ojos atónitos y dulces de la infancia. Mas he aquí que el pintor sajón Benjamín Silbert viene a Segovia y, apasionado de la torre gentil, descubre en ella un motivo de gozo, de fervorosa madrugada católica, de júbilo pascual. Y pinta ese cuadro en el que la Catedral está como trasplantada al triste cielo de Inglaterra para curar el «splin» invencible de los ingleses, para sanar nostalgias, para iluminar la fría bruma londinense con su alegría de torre femenil, casi de carne, áurea y esbelta. Y es esta misma Catedral la que pone un severo broche gótico en el fondo del cuadro de Navarro, Emilio Navarro, que es un sibarita que gusta del lujo de los colores fuertes. Y es también la que se multiplica renacida de gracia en la pintura, y en los grabados, y en el Cartel de Eugenio Torre Agero, tan enamorado, tan novio de la Catedral, que después de copiarla en todas las horas y con todas las luces ha hecho algo (en el cuadro número 38) que es como extraer la raíz de sus torres, como despejar la incógnita de esa ecuación espiritual que los signos de la Catedral escriben en la pizarra del cielo. Ya véis: hasta Martí, Manuel Martí, que fué siempre un humorista incorregible, ha tenido que tomar en serio la Catedral. Martí que en su cuadro «Recreo» caricaturi-

ra un campo lleno de remiendos y, por pintar en broma, pinta en broma hasta las flores y las piedras. La Puente del Diablo f 11 He oído con frecuencia lamentarse a muc^108 ‘os pintores que han desfilado mi- i lli-^^j^ licia de la paleta y el W m ár» m caballete por Segovia, lamentarse de lo huidizo y difícil, de lo irreducible que se les hacía en sus cuadros el Acueducto. Lleno de una gracia sólida y alada a un tiempo, al pasar a la tela el Acueducto es como si perdiera su alma vibrante de Arte y de milenios para encajarse en una apariencia fría y geométrica, que es absolutamente contraria a la impresión rea! que produce. Por eso, conociendo esta rebeldía del Acueducto, este no consentir que le roben la vida, este no dejarse aprisionar en la jaula de los cuadros, se estiman más aún las obras que en esta Exposición han tomado el motivo de la gran rúbrica de granito Ahí está ese Cartel de Augusto donde la soberbia Puente encuadra su mole en grueso y abultado primer plano, sobre el cielo lívido y descompuesto de un desesperado amanecer delirante, con una luz rabiosa y agónica. Ese Cartel de Augusto, grito estentóreo para el turista, de tintas agresivas Cartel que se agarra a las

solapas del viajero y le sacude, le zarandea, dicléndole: Mira, no tienes ojos? Ven a ver esto, que es lo mejor del mundo. Ahora clásico y sereno, con la emoción auténtica de lo antiguo, asoma el Acueducto al fondo del cuadro de Laroche que lleva por titulo «Rincón Segoviano>, lo mismo que en una alegoría radiosa de fin de acto. Es visto con una fina sensibilidad, delicadamente, en el grato óleo de Tomás Guerra. Y es captado de un modo escueto, rápido y moderno, en uno de esos apuntes impresionistas de Federico de la Villa, pintor que no tiene telarañas en la retina, pintor directo y nervioso. Campo Mañanita de sol, clara mañana que rebosas de luz y de alegría; los viejos pensarán en la solana que es la vida muy dulce todavía. Es esta vida dulce (que tan magistralmente canta el poeta don Juan de Contreras) la que se desprende, como un perfume campesino, de la naturalezas vivas de Carrasco, donde hay un Riofrío rosario de piedras y pinares que reza la oración de la tarde reclinado en el aire transparente. En los cuadros de Palomares, apretados y enjundiosos de color, líricas paseatas entre el caro y difícil sosiego de las frondas. En el jardín cromado y señorial dej. Rodríguez gracia y aristocracia del pincel. En esa «Carretera > de Florentino Soria donde se debaten, en duelo violento, las sombras y las luces sobre el camino que

huye, arqueado en la ruta arriscada de sus curvas blancas. En los justos, sobrios y animados documentos que son los cuadros de Tablada Maeso, imprescindibles para una reconstitución devota de la ciudad. He de volver nuevamente a la lírica del gran poeta para sentir la emoción fría y bella del invierno:…en las murallas y en las torres viejas la nieve esfuma los contornos rudos. Tiende un tapiz real en las callejas y marca un perfil blanco en los escudos. Y en las secas olmejas al ramaje presta una vaguedad como de bruma y pone luz de ensueño en el paisaje que en lontananza su blancura esfuma. Este es: albo sueño de nieve, lobo blanco en los caminos, el tema delicadamente resuelto en los dibujos que presenta Lucio Roldán. Y un bello motivo medioeval e! que nos brinda el dibujo de Mateo Tejero, con línea segura, firme, honradísima. Abandonar estos cuadros es abandonar los más típicos y castizos motivos de Segovia, los que cantó Juan José Lloveí: Plazuela del Socorro, Plaza de los Espejos en la añeja Segovia los barrios más añejos! Luz poderosa y cruda, olor de tenerías, alegres palomares, oscuros gallineros. Ladridos de mastines en los patios terreros. La villa de Sepúlveda está (gris de Historia, grávida bajo las nubes) muy justamente reflejada en el cuadro de César Prieto y en esos grandes lienzos, grandes portamaño y estilo, de Lope Tablada. Lope Tablada gusta de trabajar la dificultad en sus cuadros, se enfrenta con los temas amplios, de gran diversidad: masas, líneas y colores. Y, como acierta, el premio para él debe ser doble: por saber pintar, y por abarcar muchos motivos. Pintor de alientos, Lope Ta-

blada parece delcrnos: Yo, aunque soy pequeño, me atrevo con lo que no se atreven los grandes. Los retratistas En la animada variedad que adorna esta Exposición, destacan con un significado preferente los retratistas. Es una labor espinosa y ardua la del retrato. Vuelvo a insistir sobre un concepto que no por vulgar es menos verdadero: Para ser artista no basta saber combinar bien los colores, ni reproducir fielmente, con trazo firme y seguro los modelos. Hay una esencia intraducibie e inefable, un algo que escapa a los cánones y a las normas, a la habilidad y a la buena disposición. Ese algo es la personalidad, el estilo, el rasgo temperamental que inyecta emoción a los cuadros, que expresa y sabe traducir cómo vemos y sentimos un jirón de la realidad o de la fantasía que nos cercan, un momento vital, para que los demás lo vean y lo sientan como nosotros. Claro está que cuando a ese acierto expresivo, a esa virtud emocional, se unen el rigor de la disciplina y el dominio de la técnica, aumenta el valor de la obra de arte. Por eso ante el cuadro «Estudio> de Pablo Lázaro, que representa la noble y enjuta faz de una anciana, magra y morena, severa y racial, sentimos ese respeto que inspira la contemplación de una madre. La delicada fortaleza, la suave energía que luce en el brillo de sus ojos, tal vez gastados en el afán de la vigilia casera, doloridos en el enhebrar minucioso de la costura, bajo la lámpara familiar, pero siempre llenos de amor y de

esfuerzo: celosos espías de la fiebre atentamente reclinados sobre el lecho de la enfermedad, constelados de ternura, en lágrimas alegres, ante el premio gozoso del hijo carne de su carne. Y, otras veces, esforzados, valerosos, desafiantes ante el infortunio, levantados al cielo en tesón caluroso y cristiano. Por esa madre admirable de su estudio, Pablo Lázaro, que ha bebido en la limpia fuente de la tradición velazqueña, bien merece (y yo se lo brindo con todo fervor) un elogio muy encendido. El guión de los retratistas se continúa acusadamente con Blanco-Niño en sus dos cuadros «Retrato de Señora> y «Moza castellana». A este guión se suma el lienzo de Rafael Peñuelas «La mujer de los ajos», que pare alborotar con su pregón la voz cascada y senil el mercado del jueves y que (aunque llevado a la tela hace algunos años) delata ya, en el complacido recreo de la sensación y el detalle, en la pincelada estudiosa, al gran pintor que hoy es Rafael Peñuelas con el crédito de un honrado clasicismo avalorado por su juventud. Fernando Serrano presenta también un luminoso retrato. La Exposición le ha sorprendido cuando el cuadro estaba sin terminar. El no ha vacilado en traerlo, dando así una muestra muy plausible de su trabajo: la obra en marcha. Zubiaurre y Cristóbal Ruiz Los cuadros de Zubiaurre y Cristóbal Ruiz plantean dos visiones distintas y acaso antagónicas de Castilla. Quién de los dos tiene razón? Salvando el respeto debido a la máxima autoridad artística de los dos pintores, reconocida mundlalmente, es más que probable que la Verdad con mayúscula, la verdad objetiva no se halle en poder de ninguno de los

dos. Pero es to no importa. Porque cada uno de ellos ha alcanzado «5 verdad subjetiva, propia y personal, su visión original de Castilla. Por eso existen, y con categoría de maestros. Por que, en la medida délo que se han propuesto, ha conseguido cada uno que el logro se corresponde con la intención. Mirad los cuadros de Zubiaurre. En los primeros términos siempre las figuras, la humanidad, aquella que canta Antonio Machado, la de los,.. enjutos pobladores de lomas y altozanos. Vedlos: con sus capas pardas, con sus rostros curtídos y rugosos, con sus manos labriegas o concejiles, con sus cuellos descarnados en los que asoma la blancura azulada de las camisas, con sus sombreros de copa cónica bien sujetos por el barboquejo como para ganar la batalla al aire. Pero no hace falta. Por que (como ha hecho observar un ilustre crítico) en estos cuadros el aire, o mejor: la sensación, el ruido del aire no existe. No hay que olvidar que Valentín de Zubiaurre es sordomudo. Por eso sus personajes tienen una compostura quieta, detenida, atónita. Por eso él para lograr ese vasto sentido rumoroso de la harmonía de! mundo recurre al lujo violento del color, de las lozas, de las frutas, de las telas. Suple la falta de su sentido exaltando el cromatismo de los fondos donde hay siempre (o se presienten sobre el cielo de los cuadros) unas nubes cárdenas o rojizas, unas tierras arcillosas y ardientes, quemadas, vulcanizadas, sorbidas por un fuego que no se sabe si está dentro o fuera de ellas. Es la Castilla dramática, 1^ Caslilla parda y arisca,

un poco detenida en el medioevo. Con su entereza viril, pero con su fanatismo y sus consejas; embrujada de leyenda y de miedo al misterio; dicho en frase unamunesca: con su sentimiento trágico de la vida. En cambio Cristóbal Ruiz mira a Castilla no como una región, no como un objeto de estudio pictórico local o racial, sino como una sábana caliente de tierra, como un pedazo del planeta. Visión casi astronómica, o mejor: aeronáutica, más que geográfica. Por eso son sus paisajes exultantes, jubilosos, mareados de color: Morados, ocres, sienas, verdes, azules, amarillos revueltos, batidos de brochazo, con una insinuación de giro cósmico. Parece como si hubiera querido sorprender a la tierra rotando en su desnuda paganía. Si Zubiaurre considera imprescindibles las figuras, en cambio Cristóbal Ruiz las desprecia: En la delgada cinta de la carretera, con un rabillo del pincel, apunta un monigote, un hombre andando, que por lo negro y por lo garrapatoso párece casi una hormiga. (Esto en el cuadro número 26). Cristóbal Ruiz se embriaga con el vino azul del aire y cuando interviene en el lujo puro y espléndido de la Naturaleza una obra o un edificio levantado por la mano del hombre nos le muestra (como ese Alcázar del cuadro número 27) con exagerada insignificancia, dándole deliberadamente un aire frágil y diminuto, de ingenua construcción infantil. Cristóbal Ruiz, diáfano, luminoso, guarda en el trasparente fanal de sus cuadros, una Castilla cristalina, alegre, en desnudez de tierra, estiva, primaveral y palpitante. A mi recuerdo viene la pugna combativa y simbólica de uno de nuestros clásicos: en los cuadro de Zubiaurre la batalla la gana Doña Cuaresma. En los de Cris-‘ tóbal Ruiz la gana Don Carnal.

Defensa de Esteban Vicente Esteban Vicente es la nota detonante y agresiva de la Exposición. Es el autor de esos dos cuadros superrealistas 45 y 46 del Catálogo. No hace falta que os recuerde cuáles son. Todos lo sabéis. No hay persona que, habiendo pasado por aquí, no se haya parado ante ellos para decir algo. Aunque no fuera más que por eso, las dos obras de Esteban Vicente tienen ya un valor: el de haber suscitado el comentario. Las opiniones emitidas sobre Esteban Vicente pueden reducirse a cuatro: 1.a Es un loco. 2.a No sabe pintar. 3.a Es un modernista, y 4.a Lo que ha hecho ahí no se entiende. Voy, con vuestro permiso, a responder en la medida de mis medios, a estas cuatro opiniones, no por pedantería, por que yo no sé bien nada de nada, pero sí por que es mi obligación de catálogo parlante, de «cicerones sin gorra ni propina, pero al fin de esta Exposición. Esteban Vicente no es un loco Lo afirman cuantos le tratan. En su vida y en sus conversaciones es una persona de cabal juicio. Sabe pintar, porque los cuadros que ha hecho antes de éstos son de línea y de colorido perfectamente normales. (Perdonad la ingenuidad de estas aclaraciones, a tono con las opiniones a que contestan). No es un modernista, sino tal vez un superrealista, y si los observáis un poco, los cuadros se entienden, como ahora voy a explicar;

Los marcos son viejos para ayudar a la idea de que las imágenes representadas en los lienzos son antiguas, para salir al paso de los que dicen que son pinturas abocetadas, sin terminar. No os ha ocurrido a veces querer y no poder recordar el rostro de una persona vista hace largo tiempo? Cerráis los ojos, hacéis un esfuerzo poderoso de memoria, concentráis lo más posible la evocación, el lugar, el tiempo, los detalles de alrededor, y sin embargo la cara de esa persona sigue como borrada en vuestra memoria. Recordáis sus actitudes, sus movimientos, el sonido de su voz, hasta su modo de hablar. Pero su cara, no. Y, al despertar de una inacabable pesadilla, no habéis también querido y no podido reconstituir las escenas y las personas que intervinieron en vuestro sueño? Había una mesa larga, acaso la de un comedor de un cuartel, acaso la de un refectorio conventual. Y una persona a cada lado y otra en un extremo, de pié. Las de los lados estaban sentadas; una con el puño en la mejilla, otra con los brazos reclinados en el tablero. La del extremo tenía entre las manos algo así como una sopera, un botijo roto o una bomba de dinamita Pero cómo eran estas personas? Nada. No es posible precisarlo: las figuras se circundan y empapan de una pesada bruma, se oscurecen, se derriten en gestos y actitudes, en formas confusas. Cuanto más intentáis fijarlas más se velan y desvanecen. Ahora es una noche de teatro. Al sentaros en vuestra localidad os dice el acomodador, Con esa voz meliflua de los acomodadores que esperan la perra gorda: Desean gemelos? Contestáis que sí. Los tomáis en vuestras manos y al mirar por aquellos prismáticos horrorosamente desenfocados, sobre la lente turbia véis, en un palco, un grupo de damas borrosas. Estos son los cuadros 45 y 46 del catálogo.

El pintor puede tomar por modelos para trasladarlos a la tela no solo las imágenes de la realidad cotidiana, sino también las imágenes de la otra realidad: las del subconciente, las del sueño y las de la memoria imprecisa. Es que eso no es realidad!! me diréis. Bueno, pero es sobre-realidad, superrealismo. En fin de cuentas todo ésto no limita, sino que amplía los campos de la pintura. Hasta hoy se ha pintado lo que vemos. Desde ahora se puede pintar como lo ha hecho Esteban Vicente lo que no podemos recordar y lo que soñamos. Y se puede pintar igual que como lo soñamos, del mismo modo que lo vemos en nuestro esfuerzo para recordar. Escultura Dieciseis obras escultóricas encierra esta Exposición. Con las de Manuel Bernardo (que cité al comienzo) ahi están las íátj^^ ML. sobrias y entonadas produc- HH^^HH clones de Toríbio García. La ^HBppH^ cabeza de un jocundo y bien ^ modelado tipo de la Sierra de F. Trapero. Esa vieja, de conseguida emoción piadosa, que presenta Florentino del Pilar. Don Aniceto Marinas exhibe un estudio muy interesante que por la fecha en que se moldeó tiene un gran valor apreciativo para medir su serena evolución escultórica. El grupo «Sangre Torera» guarda, además de los fundamentales aciertos del laureado escultor, un plácido interés: el de la escena que reproduce, tomando el siempre grato y entrañable motivo de la travesura infantil.

En mi condición de catálogo-parlante necesitaría muchos discos para ocuparme de Emiliano Barral. Para no abusar de vuestra atención lo haré brevemente. Madera, bronce, piedra, mármol, microgranito. Todo se ha hecho materia dócil bajo la mano taumatúrgica de Emiliano Barral. Ser escultor es tener un oficio Divino, y Barral hace justicia a la categoría de su oficio. Ahí está esa talla donde la madera ha tomado para siempre la expresión justa, inolvidable, de aquel maestro en Arte y en amor a Segovia que se llamó Julián M.a Otero. La cabeza yacente de Pablo Iglesias. En su rica calidad facial, facetada, musculada, infundida de soplo humano, de conseguida perfección, no hay técnicamente un solo espacio sin tratar. Prodigio de oscuro mármol donde las aquietadas y serenas facciones afiladas y estilizadas se definen en una melodía perfectamente musical. Los cabellos llegan a ser, en la exaltación estética, halo esplendoroso, aureola de santidad laica. Muerte, mejor que muerto, por que el rostro del «abuelo» en la expresión recatada de ojos y labios, dormido en el sueño dulce y largo, severo y tranquilo, adquiere bajo el cincel de Barral una categoría absoluta de símbolo. La serenidad clara, ^limpia, bañada en amor de la figura de la Madre. Los bronces cuyo exacto parecido es tan espiritual como fisionómico de Guido y de Torre; la alegría moderna y dinámica de los bocetos. Y, por último, esa cabeza, en cuyo helenismo majestuoso y rotundo todos habríamos hecho pie (si no conociéramos a don Blas Zambrano) para jurar que ese era y que no podía ser otro, el arquitecto del Acueducto.

Otras obras Por último, quiero citar esta admirable cerrajería presentada por Pablo López y José Pulido. Los magníficos clavos que sobre el fondo del muestrario abren su flor difícil y metálica. Los vigorosos alto-relieves. Y esta lámpara gótica, prócer y señorial, como hecha para iluminar la nave de un castillo o una entonada sala palaciega; hecha para retratar su sombra de círculo en el reflejo acerado de las armaduras brillantes o en el espejo frágil de los cristales de Bohemia. Esta lámpara en la que las aves monstruosas que son el «rítornello> de su forja parecen como dardear su lengua con espanto, atormentados por las velas de cera ardiente que se clavan en ellas con intención de rejones. Debo también citar con elogio máximo los arcones de Matías San Marcial; los trabajos fotográficos de Unturbe, por los que la Fotografía adquiere categoría de auténtico Arte, y las labores de Carmina Heras. Yo desearía hablar de estas labores con la extensión que merecen, pero hay aquí señoras y no me atrevo. Nada hay tan peligroso para mí como entrar en un terreno del que son dueños exclusivos las mujeres y los modistos. Me está vedado por completo. Sí diré que cuantas damas han honrado esta Exposición hicieron elogios calurosísimos del trabajo admirable de Carmina Heras. Ha tenido esta charla a su comienzo pretensiones cuasi-radiofónicas. Debiera concluir con las frases rituales: despidiéndome de ustedes a los acordes de la Marcha Real. Pero dá la casualidad de que no hay por aquí ningún gramófono. Así que me veo obligado a decir adiós sin ninguna clase de música.

Imprimióse este folleto al que exornan fotografías de Jesús Unturbe y dibujos de Peñuelas, Cáceres, Santa Cruz, Escribano y Tejero en los talleres de Carlos Martín, calle de Infanta Isabel, 16. A 6 de Agosto de 1930